domingo, 13 de enero de 2008

Es de izquierdas la política del PSOE?- ll

Rosa Luxemburg

Las propuestas del socialismo

Podría parecer que la política del PSOE es cualquier cosa menos pragmática. Las frecuentes apelaciones a conceptos de la filosofía política como democracia deliberativa o republicanismo avalarían la conjetura de que su propuesta está basada en sólidos principios normativos. Según esa visión, el PSOE mostraría una saludable disposición a dotar de norte ideológico sus intervenciones políticas. Sus propuestas cobrarían coherencia transformadora en un horizonte regido por ciertas ideas acerca de la buena sociedad.

No estoy seguro de que las cosas sean así. En el terreno de las ideas, parecería más bien que Rodríguez Zapatero camina dando palos de ciego. Al rotular su proyecto, antes de recalar en el republicanismo, hizo uso de otras etiquetas, entre ellas la de “socialismo libertario”. El tránsito en apenas unas semanas entre libertarismo y republicanismo, seguramente las dos filosofías políticas más antitéticas que ofrece el panorama contemporáneo, invita a pensar que, por detrás de las palabras, hay poco más que etiquetas, recubrimiento retórico de decisiones que se explican a partir de la obsesión por las encuestas y el día a día del mercadeo político. Un juicio que no se ve desmentido cuando se observa que, al justificar su política territorial, ha echado mano de una retórica “multicultural”, comunitarista, que no tiene fácil acomodo ni con el liberalismo ni con el republicanismo.

El republicanismo, la filosofía finalmente invocada, lo ilustra muy bien. El socialismo moderno se puede entender sin violencia intelectual como una radicalización de las versiones más democráticas del republicanismo y, más en particular, del ideal de ciudadanía. Para los socialistas, no cabe pensar en una completa realización del ideal republicano de libertad cuando existen profundas disparidades económicas o cuando la propiedad es una fuente de poder que permite a unos decidir sobre la vida de otros. Según ese ideal, no hay libertad si se está sometido a un poder que, cuando le parece, puede interferir en la vida de las personas. El esclavo con un amo bien dispuesto que le permite hacer lo que quiere sigue siendo un esclavo. Pero tampoco es libre aquel que, sin recursos, no puede decir que no al empresario que le ofrece unas condiciones de trabajo miserables.

Desde el punto de vista programático, ese diagnóstico se traducía, muy sumariamente, en aunar el ideal emancipador ilustrado con el de justicia social: sin actuar sobre las fuentes de la desigualdad económica –y de acceso a la propiedad— no cabría pensar en una sociedad plenamente libre, sostendrán los socialistas. Un programa que, con mayor o menor radicalidad, cristalizará en varias líneas de intervención que dotarán de identidad a los distintos socialismos por más de un siglo:

1.Redistribución económica y derechos sociales.

Las formas que adoptará esta estrategia son diversas (derechos laborales, educación y sanidad pública, etc.), muchas de ellas asociadas –no sin cierta precipitación— a lo que se ha dado en llamar “Estado del bienestar”. Entre las diversas vinculaciones con el núcleo republicano-socialista hay una fundamental: para poder decir que no, para no estar sometido a la voluntad de los poderosos, es importante que los individuos dispongan de ciertas garantías materiales. Si yo (mujer, joven, emigrante) dependo de ti para vivir, incluso si eres bueno conmigo, no seré libre. En el fondo, la estrategia de argumentación es la misma que sirvió a algunos clásicos del republicanismo para defender ciertas formas de propiedad: quienes dependen económicamente de los otros es más improbable que formen sus juicios autónomamente, que sean ciudadanos plenos.

2.Intervención pública.

Para el republicanismo la ley (justa) no es un límite a la libertad, sino su garantía. La ley y, en general, la intervención pública impiden la dominación de los poderosos. Allí donde hay ámbitos posibles de dominación arbitraria hay que asegurar los derechos de los más débiles. Entre ellos, los económicos muy en primer lugar. Para impedir, por ejemplo, que el empresario, bajo amenaza de despido, pueda abusar de sus empleadas (exigirles que vistan de cierta forma, complicarles sus decisiones reproductivas). Cierto es que, en principio, el mercado, en su versión más idealizada, nada tiene que ver con la dominación: en competencia perfecta, con infinitas empresas e infinitos trabajadores, un trabajador siempre puede decir que no a las demandas injustificadas de un empresario porque inmediatamente encuentra otro trabajo en las mismas condiciones. Pero la competencia perfecta es una fábula que sólo existe en los libros de teoría económica, no en nuestras sociedades. Por lo demás, el mercado (“el orden espontáneo”) resulta incapaz de asegurar los bienes públicos, entre ellos las instituciones políticas que garantizan la libertad de los ciudadanos. Sin Estado no hay libertad ni tampoco competencia: el mercado es imposible sin un Estado en condiciones de intervenir, sin una comisión antimonopolios que, por definición, es pública, no un producto del mercado.

3.Un Estado poderoso y con recursos.

Para los republicanos es tarea del Estado impedir situaciones de dominación. Una sociedad justa debe garantizar los derechos que protegen esa libertad de sus ciudadanos. Pero los derechos requieren recursos. Todos los derechos. El republicanismo se opone a la tesis liberal que establece un trazo fuerte entre unos derechos (negativos), legítimos, que protegerían su libertad negativa, esto es, que se limitarían a “prohibir” ciertas acciones que interfieran en la vida de los individuos (libertad de opinión, garantía de la propiedad, p.e.), derechos que no requerirían recursos, y otros, positivos (derechos al bienestar), que permiten la realización de ciertos objetivos (educación, sanidad) y que, según los liberales, no hay modo de determinar cuándo están plenamente satisfechos. Los socialistas recordarán que esa distinción resulta insostenible, que todos los derechos requieren recursos. Por ejemplo, asegurar la propiedad –un supuesto derecho negativo-- requiere jueces y policías. Finalmente es una decisión política, colectiva, establecer prioridades acerca de qué derechos –y en qué medida cada uno de ellos— deben garantizarse. Por eso mismo, porque requieren recursos y su garantía es una acción colectiva, política, para que los derechos sean efectivos se necesitan Estados poderosos, capaces de impedir las intromisiones de poderes no sometidos a control democrático, entre ellos, los económicos.

4.Derechos universales.

La Revolución francesa dramatizó y sintetizó la ruptura con los “derechos” entendidos como “privilegios” especiales vinculados a circunstancias locales (feudos, ciudades), grupos sociales (estamentos) o actividades (clero, artesanos...). Los “derechos” en las sociedades estamentales eran “los derechos” de alguien en su relación particular con el señor feudal o con el rey. Conferían ventajas especiales y, a la vez, dotaban de identidad (estamental, territorial) a sus beneficiarios. Frente a esto, las revoluciones democráticas defenderán la universalidad de los derechos, iguales para todos los ciudadanos. A lo largo del siglo XIX, los socialistas lucharán por que esa universalidad sea algo más que palabras, empezando por el derecho al voto. Incluso cuando hoy en muchos sitios la izquierda apoya medidas como la discriminación positiva, la existencia de cupos de representación que aseguren que ciertos grupos sociales tradicionalmente excluidos tengan una presencia en las instituciones políticas --en el poder público— que se corresponda con su real peso demográfico, el principio al que se apela -o al que se debería apelar— es el de universalidad: el reconocimiento de que su menor probabilidad de acceso a ciertas posiciones deriva de injusticias, de que los principios que valen para todos no valen para ellos, de que arbitrarias razones culturales o sociales impiden la real universalización de los derechos. (Hay que recordar, de todos modos, que la discriminación positiva es una práctica provisional, no un principio –que no puede ser provisional–, y, en este sentido, no carente de peligros y sobre el que debe ejercerse vigilancia. Aun cuando sea con la finalidad de universalizar un derecho, al privilegiar a unos sobre otros que no son el origen de la desigualdad, se está contraviniendo el principio de que no puede aplicarse una norma injusta para un bien justo. Motivo por el que, junto a su provisionalidad, debe ser restringida: no puede interdecir el derecho de todo un grupo. Si lo que se persigue es posibilitar el reflejo estadístico de una realidad social en un ámbito determinado, ya se ve que podrá prescribirse la presencia de un porcentaje de mujeres, pero no vedar el acceso de todos los varones a una actividad. Consideración que no deberemos desatender cuando se apele –injustificadamente—a la “discriminación positiva” de las lenguas: si tras asegurar la igualdad de derechos de los hablantes se conviniera privilegiar una lengua minoritaria en determinados ámbitos, eso no podrá significar convertirla en única, es decir, excluir la mayoritaria, como jamás podrá perseguir el cambio de lengua de los hablantes.)

5.El autogobierno y la profundización democrática.

Quien no está sometido a otra ley que la que él mismo se da no puede, por definición, estar sometido a la voluntad de los otros. En una comunidad democrática, sin embargo, ese ideal no puede realizarse plenamente. Allí todos deciden sobre lo que afecta a todos. En ese sentido, todos se someten a la voluntad de todos, cada uno se somete a la voluntad de los demás. En tales circunstancias el mejor modo de garantizar el autogobierno es que todos los afectados puedan participar con igual capacidad de influencia en las decisiones, que todos estén expuestos a las razones de todos y que, por ende, puedan corregir sus juicios a la luz de consideraciones de interés general. Si mis razones han sido consideradas en la gestación de una ley, esa ley será un ejercicio de autogobierno. De ahí el compromiso republicano con un ideal de democracia participativa y deliberativa. Un ideal de democracia que, además, impide que el poder político, que precisamente se justifica porque asegura la libertad, la ausencia de dominación, se convierta él mismo en un poder arbitrario, en fuente de opresión.
El Noticiero de las Ideas03 julio 2007
Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 28/06/07):

1 comentario:

Anónimo dijo...
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