lunes, 21 de enero de 2008

Es de izquierdas la política del PSOE?- l

















Con frecuencia, desde las filas del PP, se atribuye a Rodríguez Zapatero la condición de izquierdista radical. La calificación, por lo general, forma parte de la escaramuza política, un gesto simétrico al que desde el PSOE lleva a describir al PP como la “derecha más extrema”. Su sentido último merece pocas dudas: se busca descentrar al rival –o al menos describirlo descentrado— para apropiarse del espacio político así desalojado. La estrategia es rudimentaria, con supuestos intelectuales endebles, pero, por lo común, eficaz.
El caso español presenta una peculiaridad: la etiqueta “derecha” es algo más que una descripción, es un estigma. La derecha, que no lo ignora, evita presentarse como tal. La asimetría es manifiesta. Mientras la derecha tiene problemas para aceptar públicamente su condición política, y de ahí el reproche “de andar con complejos” por parte de sus ideólogos de expresión más contundente, la izquierda no duda en lucir su divisa con orgullo. Incluso el presidente del gobierno dice de sí mismo ser “un rojo”.

Pero, ¿es realmente Rodríguez Zapatero un extremista? ¿Está justificada la calificación de “izquierda radical”? Sin entrar en muchas honduras, hay datos que, cuando menos, dificultan las respuestas urgentes. Desde luego tiene poco que ver con la izquierda tradicional la colusión de intereses entre poderes económicos y grupos de influencia en las instancias de decisión económica del gobierno que ha revelado la polémica en torno a la OPA de Endesa y la CNMV. Tampoco se puede considerar un triunfo de la justicia distributiva el descenso de la participación de los sueldos y salarios en el ingreso nacional hasta un mínimo histórico en el último año. Incluso hay dudas respecto a las afiliaciones electorales cuando, como sucede en Cataluña, la izquierda supuestamente más radical, ICV-EuiA, los comunistas-verdes, han recogido más votos entre las clases acomodadas (10%) que entre las humildes (7,5%). Llamativamente, el orden se invierte en caso del PP: 9,3 y 9,7, respectivamente.

Resultaría precipitado exprimir esos datos, fragmentarios y circunstanciales, para concluir que, en realidad, el PSOE representa los intereses de los poderosos. Sería injusto con su historia y, seguramente, con sus propósitos. Pero en política no siempre los propósitos, y mucho menos las declaraciones, se traducen en realizaciones. Las páginas que siguen intentarán mostrar que algo de eso puede suceder con el PSOE; más exactamente, que si nos atenemos a los valores y propuestas que tradicionalmente se asociaban a la izquierda, hay razones para considerar injusta la calificación de “izquierda radical”, por no decir, la de izquierda sin más.

Vale decir que la responsabilidad no es exclusiva del PSOE. El PSOE es, seguramente, el síntoma más agudizado de un proceso más general de empobrecimiento ideológico y programático de las izquierdas que ha tenido su expresión más decantada en la transición de un discurso atento a “la desigualdad” y “lo económico” a otro centrado en “la diferencia” y “lo cultural”. En ese sentido, buena parte de las reflexiones que siguen tienen un alcance más general. No es menos cierto que, en el caso español, ese nuevo discurso, por lo general plúmbeo, ha encontrado una traducción reconocible: una política territorial legitimada en nombre de “la pluralidad”, “la diversidad”, “el reconocimiento” o “la identidad”. Aprovecharé esa terreno para ejemplificar mi tesis.

La paradoja de la conquista de la democracia

Según el ideal democrático, en su versión más clásica y optimista, acorde con algunas experiencias de la antigua Grecia, todos los ciudadanos deliberan hasta recalar en decisiones acordes con el interés general. Participación, deliberación y compromiso con el interés general constituyen piezas vertebrales de esa idea de democracia. Las decisiones justas, que encontraban su traducción en las leyes, eran la consecuencia práctica del ejercicio público de la razón, del diálogo democrático entre todos los ciudadanos. Las opiniones, cribadas imparcialmente, darían pie a decisiones justas, a leyes que asegurarían que nadie estaría sometido al poder arbitrario de nadie. Los protagonistas de la deliberación modificarían sus juicios a la luz de las mejores razones. Ese era el ideal que inspiró las revoluciones democráticas, el germen ideológico de la izquierda.

Sin embargo, el resultado final, las democracias realmente existentes, resultado en buena medida de las luchas políticas de la izquierda (por la universalización del voto, por el control del poder), se alejan bastante de aquel ideal. La participación, la deliberación y el compromiso con el interés general se han visto sustituidas por la representación, la negociación y las preferencias (los votos) basados en los intereses. La teoría de la elección racional ha descrito bastante bien su funcionamiento. Los políticos profesionales compiten por los votos de unos ciudadanos que basan sus preferencias en sus intereses. Ni políticos ni ciudadanos están preocupados por el interés general. Simplemente, al modo del mercado, los primeros, en aras de su propio beneficio, han de estar atentos a los intereses de los segundos.

Según sus defensores, la moderna democracia liberal, la de la competencia entre partidos, la negociación y los intereses, permite alcanzar buenos resultados, al menos tan buenos los de la democracia ideal y desde luego menos improbables. Por lo menos, dirán, podemos penalizar a quienes lo hacen mal. Los partidos, si quieren mantenerse o conseguir el poder, han de realizar una gestión eficaz o, en el caso de estar en la oposición, denunciar los errores de quienes gobiernan. En el interés de los políticos está denunciar los errores de sus rivales y ofrecer propuestas interesantes. El “aceite del odio” es suficiente para asegurar el día a día: nadie es virtuoso, pero, si quiere mandar, tiene razones para sacar los trapos sucios de quienes mandan. La desconfianza mutua entre los políticos asegura que la maquina democrática marche sin necesidad de ciudadanos informados o vigilantes, sin reclamar vocaciones participativas a los ciudadanos. Los tantas veces, y tan hipócritamente denunciados, intereses partidistas son, en realidad, el combustible del mecanismo democrático.

No son pocos los problemas de esa democracia –entre ellos que hace improbable la selección de los mejores--, pero tampoco es esta la ocasión de recordarlos. Aquí sólo nos interesa ver cómo condiciona los comportamientos políticos, en particular, como ha impuesto, en el caso de la izquierda, una serie de cambios estratégicos derivados todos ellos del propio mecanismo de la competencia electoral y que están en el origen de la descrita evolución (“pragmática”). Si se quiere formular el clave paradójica, se podría decir que la realización (parcial) de los ideales ha conllevado una modificación (adaptativa) de los ideales. Vale la pena recordar algunos de esos cambios:

1. El debilitamiento de la identidad ideológica.

En sociedades con profundas y nítidas divisiones sociales, entre ricos y pobres, cabe aspirar a obtener la mayoría con un programa que recoja de modo inequívoco los intereses de los desposeídos. Cuando, las líneas de demarcación social se multiplican, los intereses se diversifican, los programas de perfiles nítidos, claros y distintos siempre acaban por resultar inconvenientes para alguien con capacidad de voto. En esas condiciones, los partidos políticos que aspiran a gobernar se encuentran en un dilema entre identidad y gobierno. El mejor modo de asegurarse el acceso es el poder es prometer a todos sin molestar demasiado a nadie. Una función que cumplen a la perfección los programas con perfiles vagos, sin aristas estridentes, eso que se da en llamar “de centro”.

2. El alto coste de la revolución.

En su versión más optimista, los procesos revolucionarios suponían, invirtiendo el refrán, “hambre para hoy, pan para mañana”, un periodo de incertidumbres y sacrificios que encontraban su justificación en un cambio en la distribución del poder que redundaba en una mejor situación futura de los más pobres. La revolución, para aquellos que no tenían nada que perder, “salvo sus cadenas”, no era una inversión arriesgada. Ahora bien, cuando, los que están peores tienen algo que perder, los resultados son inciertos y los ciclos electorales son más cortos que los procesos revolucionarios, ningún partido se embarcará en procesos de cambio radical. Para bien o para mal, las elecciones inmediatas son el único horizonte temporal que los partidos políticos pueden contemplar. Nadie vive hoy de lo que ganará mañana. En muchos sentidos poco discutibles ello incapacita a la democracia para enfrentar retos importantes (ambientales, presupuestarios, demográficos) que requieren cambios radicales, entre ellos renunciar a hábitos asentados. Al final, el refrán se impone en su genuina versión: “pan para hoy, hambre para mañana”.

3. La oligarquización de los partidos.

La competencia alienta la aparición de los políticos profesionales con intereses propios que no coinciden necesariamente con los de los votantes y cuya defensa, muchas veces, lleva desatender los principios ideológicos que dieron origen a los partidos. La preservación del poder se impone a cualquier otra consideración. Ello no supone maldad o mendacidad –una disposición “traidora”— de los dirigentes que siempre encuentran una justificación para su “moderación”. Por ejemplo, pueden decirse que, a la luz de nueva información, de la responsabilidad asociada a sus cargos, hay que aplazar la realización de los proyectos, moderar las propuestas para no poner en peligro las tareas iniciadas y su personal gestión.

4. La prioridad de lo propio.

Una de las fibras ideológicas más genuinas de la izquierda fue el internacionalismo. También aquí había una frase acuñada: “los obreros no tienen patria”. El internacionalismo era un corolario inmediato del igualitarismo. Para quienes entienden que no están justificadas las desigualdades relacionadas con circunstancias de las que los individuos no son responsables (los orígenes familiares, el sexo, el color de la piel, etc.), el haber nacido de un lado u otro de la frontera no justifica la existencia de privilegios o derechos especiales. En términos clásicos esa idea se expresaba de otro modo. Los trabajadores no luchaban por sus intereses, o, por mejor decir, la lucha por sus intereses se justificaba porque eran el vehículo de materialización histórica de lo verdaderamente importante: la emancipación de la humanidad (en un horizonte –puestos a decirlo todo—de sociedad de la abundancia, de infinitos recursos). Hoy el internacionalismo, tan interesante éticamente, resulta una pésima mercancía electoral. Los otros -o los que vendrán, las futuras generaciones-- no votan aquí y ahora. Los ciudadanos, que procuran por sus intereses, siempre encontrarán políticos dispuestos a decirles lo que quieren oír. Basta con pensar lo que sucede con la habitual condena de la izquierda de las “deslocalizaciones”, tan difícil de justificar desde consideraciones impersonales, de justicia, cuando muchas de ellas acaban por beneficiar los pobres de otros países.

El conjunto de esas circunstancias, impuestas por las reglas del juego democrático, ha llevado a un debilitamiento del perfil ideológico de los partidos políticos. Si quieren llegar al poder, han de aguar los proyectos. Sólo excepcionalmente puede resultar interesante hacer propuestas perfiladas o radicales, cuando las reglas de juegos –las electorales, muy fundamentalmente—resultan propicias, se entra por primera vez en la competencia política y se busca crear un mercado propio, o cuando no se aspira a gobernar, pero sí a ejercer la condición de minoría decisiva, de masa crítica para controlar mayorías. Es lo que sucede, sin ir más lejos, con ERC. Ahora bien, cuando aspiran a ser algo más, las cosas cambian y los partidos “radicales” se ven obligados a limar sus aristas.

Las consideraciones anteriores no quieren decir que se disuelvan las coordenadas izquierda-derecha, entendidas como proyectos políticos que realizan propuestas de modificación de las instituciones basadas en ciertos principios normativos. Lo que sí quieren decir es que las reglas del juego de la competencia democrática hacen difícil su mantenimiento para quienes aspiran a gobernar. Un partido que se comprometa con cambios radicales, que exija redistribuciones de la riqueza o que reclame modificaciones importantes de los comportamientos, en nombre los intereses de las futuras generaciones, nunca estará en condiciones de ganar las elecciones. Sucede como con ciertas estrategias futbolísticas, dadas las reglas (del juego, de los sistemas de puntuación), si uno quiere ganar la liga, lo único que puede hacer es jugar de modo conservador. Puede intentar jugar de distinta manera –con la propia identidad—pero en tal caso sus probabilidades de éxito quedan seriamente limitadas. El reglamento ha decidido la táctica, las reglas imponen una ideología. El problema, claro, en política, es que una cosa es el éxito electoral y otra la resolución de problemas y quizá hay que aceptar que la democracia de competencia se muestra incapaz de hacer frente a los retos más graves de las sociedades. Indirectamente esa deprimente conclusión parece admitirse cuando se establecen acuerdos para excluir de la competencia política (pensiones), importantes decisiones sobre la vida colectiva (pensiones) o se dejan en manos de instituciones “independientes” (como el BCE).

El Noticiero de las Ideas
03 julio 2007

Por Félix Ovejero Lucas, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona (EL PAÍS, 28/06/07):

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